LA BAHIA
El
paisaje era tan bello como sobrecogedor. Allí en la
semioscuridad del crepúsculo, los gigantescos acantilados
ofrecían una gran variedad de recovecos, cuevas y agujeros,
excavados por el agua durante miles de años, cada uno más
oscuro que el anterior, todos sometidos a una pugna interminable
por quedarse con el mayor trozo posible de oscuridad. Así era mi
vida, una larga sucesión de agujeros llenos de oscuridad, en los
que por fin parecían conseguir penetrar una breve ráfaga de
luz.
Las olas se mecían bravamente, chocando contra las rocas en
estallidos de espuma que aumentaban aún más el sobrecogedor
espectáculo, parecían querer comerse la costa, como si desearan
querer avanzar y avanzar hasta sepultar toda la tierra bajo la
tiranía de sus aguas.
La vegetación, nula en la base de los acantilados, se volvía
cada vez más espesa, escalando por la pendiente imposible, hasta
llegar al gran estallido de color verde que me rodeaba,
produciendo una belleza indescriptible, que siempre observaba con
los ojos de quien lo ve por primera vez.
A un lado, un cabo de aspecto fiero se introducía en el mar como
una espada, al otro lado la bahía se alargaba durante varios
kilómetros, aunque desde mi posición, podía observar, mucho
más lejos y aún más pronunciado que el que tenía al lado, el
cabo que cerraba la bahía por el lado contrario.
Odiaría tener que renunciar a todo aquello y sin embargo por
momentos me lo había planteado.
Recordaba pocos momentos en que me hubiera sentido tan bien, a
pesar de que acostumbraba a acercarme por aquel lugar, respirando
aquel aire casi puro, lejos de la contaminación de la ciudad, y
observando aquel fulgor natural.
Pero las cosas habían sido muy diferentes y no hacía mucho de
eso. Varias depresiones consecutivas producto de un trabajo que
no me gustaba, una falsa relación amorosa y alguna otra
desilusión más, me habían llevado a un estado de
desesperación tal que no había sabido salir de él y que me
había llevado a aquel mismo lugar, aunque con otras intenciones.
Afortunadamente las cosas habían cambiado y ya sabía como
enfrentarme a todo aquello.
Un par de gaviotas, nada temerosas de mi presencia, pasaron casi
rozándome, planeando, dejándose llevar por el aire, sin
preocupaciones, acudiendo a la llamada de sus congéneres en el
cabo cercano, un conocido refugio de estas aves, siempre cercanas
a los lugares donde hubiera pesca. Ellas, ajenas,
afortunadamente, a las bárbaras costumbres del hombre
conseguían aplicar unas pinceladas de blanco, sobre el verde,
gris y azul del mar, la vegetación y las rocas.
No recordaba cuando había sido la primera vez que había ido a
aquel lugar, probablemente fuera con mis padres cuando niño,
porque sentía como si toda la vida hubiera pertenecido a aquel
lugar, tan lejos de todo lo que el ser humano considera
normal y tan cerca de lo que la naturaleza desearía
que fuera. Tampoco recordaba todas las veces que había acudido
allí, cuando deseaba ver algo bonito, relajarme o, en aquella
época, pensando que tal vez aquel sería el día en que
reuniría el valor suficiente para dar un paso adelante.
Puede que si hubiera aceptado aquel otro trabajo, el que parecía
arriesgado pero satisfactorio, puede que si ella no me hubiera
engañado o hubiera sido yo quien hubiera decidido engañarla o
incluso dejarla, antes, puede que si la vida no me hubiera
golpeado tantas veces ahora fuera más feliz.
Pero todo aquello estaba olvidado, ya sólo un pequeño rastro se
ocultaba en mi corazón, mientras la sangre bullía hacia él
amenazando con llevarse, con su torrente, lo poco que allí
quedara. Puede que en el proceso hubiera perdido algo que
mereciera la pena haber conservado, pero al menos seguía
teniendo aquella vista.
La noche empezaba a ser general y pronto no podría ver ni
siquiera el camino de vuelta. Eché un último vistazo al
horizonte, plano, infinito, azul, sin rastro de corrupción ni de
tristeza y me levanté de la roca en la que había estado
sentado.
Junto a mí se encontraba la cuchara, ya fría, la jeringuilla
utilizada que arrojaría en la primera papelera que encontrara,
para no dañar aquel lugar incorrupto, el mechero, aún mediado
de gas y el trozo de cuero que utilizaba para introducir la
felicidad en mi torrente sanguíneo. Guardé todo ello en el
bolsillo de mi desvencijada cazadora y me giré dando la espalda
a aquel único momento feliz que de mi vida anterior había
conservado.
Ahora volvía a los problemas, a la infelicidad, a la rutina, a
la incomprensión, a una vida derrumbada desde mucho tiempo
atrás. Pero siempre sabía donde tenía el camino para escapar
de todo aquello. Para, al menos, observar, por un breve momento,
un trozo de la vida, tal y como realmente debería haber sido.
¿Quién sabe? Tal vez, en algún momento, mi camino podría
llevarme, todavía, al fondo del acantilado, colmado de felicidad
o desesperado por haber perdido aquel único camino hacia ella.
Quizás mientras mis ojos, vidriosos, observaran por última vez
las gaviotas volando sobre el cabo, esperando y deseando,
mientras mi sangre se mezclara con el agua del mar, que llegara
ese último dolor que pusiera fin a todos aquellos que nublaban
mi alma, lo comprendiera todo finalmente
Rogelio Pleba