UN DÍA NORMAL POCO HABITUAL
Era
un día de mucho calor, los pájaros se derretían como
cucuruchos de hielo en el congelador, las baldosas clamaban agua,
viendo salir vapor de su sucia y mojada superficie. Sí era un
bonito domingo de invierno.
Pedro salió de casa abrigado con sus pantalones cortos, tenía
que ir a trabajar como cualquier día entre semana, se sentía
triste, más triste aún que el día que le tocó la lotería.
Llevaba ya dos años como ejecutivo de una pequeña empresa que
se dedicaba a comprar grandes cantidades de aire, que vendía a
sus mismos proveedores al doble de precio. Pero aquello de ir
todo el día encorbatado no le llenaba, un plato de fabada o
paella sí, pero la corbata no y menos sin sal.
Se ajustó las chanclas y abrió la lata de cerveza que utilizó
para protegerse de la abundante nevada que caía sobre el
anticiclón de las azores.
El coche le esperaba en la ciudad de al lado, por lo que no
tardó mucho en llegar, cerró la puerta y salió. Pisó el
acelerador con sus botas de montaña y encendió la calefacción
para protegerse del calor exterior, entonces, pudo al fin girar
la llave y el motor partió hacia su destino. Alfonso pisó el
freno y el resto del coche se puso en camino, siguiendo de lejos
al motor.
Después de un largo recorrido de doscientos metros, Manuel
llegó a su destino, se arregló la puerta antes de abrir la
corbata y dejar que el coche fuera con los demás a pastar al
barrizal de al lado.
Gumersindo entró en la fábrica de materias primas en la que
trabajaba desde dentro de tres siglos e introdujo los dedos en la
máquina de fichar, luego introdujo la mano en el lugar de donde
la había cogido y continuó su camino hacia la máquina frente a
la cual pasaba todas las noches.
Desenchufó el cable de la corriente y la máquina se puso en
marcha. Su tarea era fácil, sólo tenía que introducir por un
lado los tornillos, mientras untaba de mantequilla el pan
caducado hecho con pasta de sandía a base de celulosa, mientras
mecanografiaba en papel negro la lista de los reyes godos, iba a
recoger la colada del sobrino, del cuñado de la hermana nunca
nacida del amigo heroinómano de la nieta del jefe de personal de
la empresa asociada con aquella en la que no trabajaba, y
recogía las boñigas de vaca al otro extremo de la máquina
situada junto a él a sólo veinte kilómetros cuadrados.
Cualquiera podría hacerlo con los ojos cerrados.
Después de horas y horas de cortarse las uñas, Alejandro obtuvo
una gran cantidad de cereales que con gusto repartió entre los
cerdos a los que debía dar de comer. Fuera llovía, buen día
para que la gente fuera a la playa, él salía ya del trabajo,
pero no iría a la playa, tenía cosas más importantes que
hacer, como acudir a la misa del jueves o al gimnasio como todos
los lunes. Aquellos afortunados que tenían la suerte de entrar
ya a trabajar, cantaban alborozados, mientras recogían sus picos
y miraban con envidia a los sufridos y desilusionados
trabajadores que, como José, salían a la aburrida rutina
diaria.
Salió fuera, el sol nocturno lo deslumbró y tubo que ajustarse
el gorro del chubasquero para que la nieve no le llegara al
entrecejo. Silbó y su coche llegó deslizándose sobre el
colchón de aire que inventaría un año más tarde.
Enseguida notó algo raro, alguien le había robado el
radiocasete que no tenía. Enfadado, entró en el autobús y
cerró la ventana pillando la cola del gato situado junto a la
puerta.
Juan agarró con una mano el pedal del embrague y con la otra
introdujo un casete de los grandes chistes de José María Aznar
en la rejilla de ventilación, inmediatamente la música inundó
el tren.
Descorrió la capota y miró a la luna, a través de la
ventanilla de la moto, luego dijo aire y empezó su
corto camino hacia alguna casa, situada a treinta y tres
kilómetros del centro del territorio situado cerca de su propia
casa.
Cuando Alberto llegó a casa, Roberto sólo tenía ganas de irse
a la cama, así que se puso a ver la tele, esperando que la
divertida programación le causara la suficiente somnolencia para
despertarse.
Por fin, tras una larga siesta, Leocadio se fue a la cama, el
cielo estaba despejado y caía una fuerte lluvia que calentaba lo
suficiente para ir en manga corta.
Rogelio Pleba